El domingo por la mañana fué a la carnicería de la plaza central. Guillermo era el único carnicero del pueblo que abría los domingos y siempre estaba lleno a esa hora. Todos comen asado los domingos pero sólo Guillermo tenía la inteligencia de trabajar cuando nadie quiere hacerlo. Milton entró despreocupado, sacó número y observó los cuadros de las paredes, siempre le llamaron la atención las distintas tipos de razas y cortes, las paredes se parecían a las de una Universidad de la vaca. Aberdeen angus, Holando Argentina, Hereford, Shorton, chinchulines, mollejas. Todo estaba perfectamente explicado con detalles exquisitos.
Pueblo chico infierno grande, Milton saludó a Doña Pereda con una sonrisa, el año pasado había tenido un amorío con su hija, casada, todo el mundo lo sabía. Saludó a Emilio con un flojo apretón de manos, el último mes había discutido groseramente con su hermano. Milton no tenía problemas en hacerlo, no se puede tener tanta memoria entre tan poca gente.
Luego de unos cuantos comentarios ridículos sobre actualidad, las elecciones a intendente se acercaban y sólo se hablaba de los dos candidatos, por fin era su turno y se sintió aliviado. Cuando intercambió miradas con Guillermo no supo que pedir y extrañamente empezó a dudar. Costillita… no, mejor vacío, o bife de chorizo? Tanto el carnicero como los clientes empezaron a impacientarse y un pesado murmullo salía de sus espaldas. Milton empezó a ponerse nervioso, al cuchicheo se sumó el rechinar de la cuchilla, Guillermo la había encendido en una clara señal de apuro.
Enceguecido por la presión pidió medio costillar, iba a comer sólo y los huesos nunca fueron su especialidad, pero fue lo primero que le salió de la boca, a veces la mente habla sola, pensó. Guillermo suspiró fuerte, tenía las costillas en la otra punta del mostrador, le pidió a su hijo Willy que la corte al medio, era una tarea fina pero sencilla y perfecta para su aprendizaje, como cuando un guepardo suelta una pequeña gacela para que los cachorros den sus primeros pasos en el difícil arte de la caza.
Milton estaba por primera vez en la mañana algo feliz, pensó que su grosera costilla por lo menos serviría para algo. A los pocos instantes, Guillermo, Milton, Willy y los seis clientes restantes estaban cubiertos de sangre. Willy se desvaneció, su padre corría de aquí para allá alocadamente sin saber qué hacer. El antiguo murmullo era ahora un griterío ensordecedor.
Willy había perdido visiblemente tres dedos de la mano izquierda, tal vez alguno más estaba comprometido. Milton, envuelto en una nube invisible pero infranqueable tomó al joven aprendiz de carnicero, le apretó la mano rebanada y le dijo: ¨nunca más me apuren cuando pido el asado del Domingo¨
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