Llegué a Brasil repleto de mocos en la bañera, no paraba de estornudar. Ya venía bastante recaído los últimos días previos a viajar, y el esterilizado aire de avión sólo amenazaba joderme aún más la situación. Por suerte -o no- se dio todo al revés. Fueron los brasileros quienes no pararon de toser y estornudar, fueron ellos los bichos raros, los inadecuados.
Muy ingenuo de mi parte, cada vez (de verdad) que arrojé aire por la nariz, usé pañuelo y no dejé huella alguna más que un reducido y elegante estronar. Ellos, en cambio, tosían y tosían, estornudaban, no paraban, reventaban de catarro, siempre con la boca descuidada. Se ve que firman papeles sin leer y que poco mambo pasaron con la porcina, en todos los vuelos entregaron material de prevención y cada aeropuerto bocinaba mucha data al respecto.
Muy ingenuo de mi parte, cada vez (de verdad) que arrojé aire por la nariz, usé pañuelo y no dejé huella alguna más que un reducido y elegante estronar. Ellos, en cambio, tosían y tosían, estornudaban, no paraban, reventaban de catarro, siempre con la boca descuidada. Se ve que firman papeles sin leer y que poco mambo pasaron con la porcina, en todos los vuelos entregaron material de prevención y cada aeropuerto bocinaba mucha data al respecto.
Igual que no parezca que estoy a las puteadas con los brasileros. Todo lo contrario. Llegando a São Luís (mi destino final) charlé largo rato con Ruben, un industrial que vivió 10 meses en Argentina. Hablamos de costumbres criollas, La Fragata Libertad, y luego sobre los emblemas principales de São Luís: la esclavitud, el reggae y las más de 2500 edificações coloniais. Parece que le agarró un toque de nostalgia al hablar con un argentino, porque me invitó a comer el miércoles con su familia. Estuvo insistiendo largo rato en que escuche a su hijo de 13 años tocar la guitarra. Vamos a ver si voy.