Él siempre usa la cucharita para comer esos golosos panqueques de dulce de leche. Son nueve pedazos, cortados a la perfección, bien abundantes, y al lado, un vaso rojo de chocolate caliente para beber, el viejo habito del dulce comer.
Juan, morocho de panza finas si las hay, se jacta aún de conservar las recetas de su bisabuela Tata, “¡Nunca olviden los escons familiares! ¡Vienen de mi abuela Mimí!”, solía recordar la querida Tata cada primer domingo del mes.
Ahora su lugar en la mesa siempre es el silencio en base al mordisqueo. Por ejemplo, en el almuerzo de hoy, la cocinera Martha, observaba como Juancito arrasaba a las apuradas dos choclos con manteca y un pato a la naranja; para luego marcharse sin siquiera cruzar los cubiertos arriba del plato.
Mas tarde, se lo vió al volante de un Renault Fuego en pleno tráfico céntrico, degustando con las ventanas bajas un rico capuchino, propio del cafetero de Córdoba y Suipacha, pregunten y verán.
Al terminar el café, Juan tomó la cuchara y pasó su lengua por el azúcar, se lo veía un poco mareado. Distraídamente volteó la mirada y sonrió contra su ex mujer. “¡Nada de edulcorante! ¡Zorra!”, escucharon los veloces peatones. De feliz carcajada lo consideró una experiencia catártica y así continuó conduciendo.
En la cuadra de su oficina largó un suspiro y se sintió aliviado por llegar. A nadie le gusta manejar con la panza llena. Encima, anoche no pegó un ojo por los gatos del vecino. Había en su rostro un color de piel púrpura bien propio de vampiro asustado. Recién a las seis se podrá ir, pobre Juan, quizás, antes de la caída del sol.
Otra mujer sueña ahora él, azúcar y panqueques.